lunes, 9 de julio de 2012

"EL BOTE DE SAMUEL BECKETT", de YVES BONNEFOY

La isla está un poco lejos de la ribera, es una extensión sin relieves cuya linea baja apenas se adivina,  con algunos árboles, en la bruma que pesa sobre el mar. Alguien de quien nada conocemos a no ser la  benevolencia y que quería que viniéramos aquí, nos trajo en su barca, partimos, pero llueve y, bajo  el velo de sombras a veces muy negras, atravesar el brazo de agua parece un agujero en las  apariencias, un sueño de otro mundo, acaso tal vez un poco de éste, débil rayo entre las manchas  oscuras. Una orilla, pues, al cabo de unos minutos. Tres o cuatro escalones de piedra para  desembarcar, chorreantes, un pedazo de muelle, dos casitas y en una de ellas una luz: el pub cerrado y la morada de quien lo atiende y a veces lo abre, el domingo, cuando la gente de la otra isla, de donde  venimos, quiere llegar todavía mas al oeste. Pero no nos acercamos a las casas, pasamos a la derecha  por las tierras. Son caminos desleídos o ni siquiera caminos, un páramo cortado por charcos, cuando  lo obstruyen alambradas, que hay que saltar muy penosamente. A dónde vamos, no lo sé, pues comprendo mal el rudo y soberbio acento de esta voz en su lengua tan otra. Acaso hacia alguna cruz  de piedra de los tiempos celtas, alzada frente al mar abierto, tal vez solamente  hacia el otro lado de la  isla, que de hecho alcanzamos ya. Aquí está la orilla, con grandes olas ante nosotros, muy verdes,  y la lluvia que casi ha dejado de caer. Nos quedamos un momento en el extremo de la isla.  Admiramos el mar, vemos también el camino que seguimos o dejamos a veces, a causa de los hoyos  o sin razón: era sólo una especie de pista zigzagueante entre la hierba rala, bordeada en algunos sitios  por muretes de piedra. Luego entramos en otro sendero, más ancho, que sigue la costa. Nuestro guía, nuestro amigo, habla; lo comprendo mejor ahora, porque el mar hace menos ruido, porque la  caminata se ha vuelto más fácil, quizá también porque él tiene otros pensamientos en mente. De  cualquier manera, detrás de un árbol se descubre una casa, hay pues una tercera casa en la isla, y a  dos pasos de ella, está el mar; pero tiene su pequeño cercado, donde hubo en otro tiempo patatas,  lechugas, perejil, sin duda también algunas flores al abrigo de un pedazo de roca. “Ah, nos dice el  marino -es un marino y cada año, acaba de explicar, lleva un carguero alrededor del mundo-, ¡esta  vieja que vivía aquí! Cuando niño, ella era mi maestra. Y después, durante largo tiempo después,  cuando yo pasaba por aquí, de noche, tocaba siempre a su puerta. Podía ser medianoche, las dos, las  tres, casi el alba, yo sabía que estaba despierta, vestida, de pie o en su sillón cerca del fuego, y ella  me abría, me sonreía, me servía té, me contaba historias. Tenía un sin fin de historias.” “Ya no esta”,  agrega aquél que así re-cuerda, y luego calla, como si escuchara una voz. Llegamos al caserío, las dos  casas, y él quiere absolutamente hacernos visitar el pub, va a tocar a otra puerta, aparecen una  joven, un niño, él vuelve con la llave, da a tientas con la cerradura. Entramos en la sala, donde todo es muy oscuro y el enciende una lámpara. Las mesas están contra la pared, la barra habitual, con las  botellas, sin duda vacías. El gran suelo desnudo, muy gastado, como si se hubiera bailado miles de  veces en un pasado que no toca más nuestro presente, agua que se retira de la orilla. Y fotografías en  los muros, que son la razón de nuestra visita, pues estas nos dirán cómo la comunidad de antaño, la sociedad de las dos islas poco a poco se ha dispersado, se ha extinguido. Hombres y mujeres de la  otra bruma, la del papel amarillento, como una metáfora de la memoria que se disipa. Algunas  miradas se dirigen hacia nosotros, reprochándonos distraídamente, como si estuvieran absortas en una visión más lejana, tal vez en un saber, que no podemos hacer nuestro. La Irlanda de los años 40 o 50,  tan misteriosa como un barco buscando la ribera. “Y este de aquí”, exclama el capitán de alta mar,  mostrandonos la fotografía de un viejo sentado frente al agua, con la pipa en la mano, muy derecho,  muy delgado, inmóvil. “iAh, cómo bebía! Para pescar el cangrejo se iba durante días, solo en su  barquita, pero ya al partir estaba ebrio, con los frascos de whiskey que llevaba junto con los canastos  y las redes. Cómo se las arreglaba para enfrentar el mal tiempo, para volver, y volvía, sin embargo,  estaba en manos de Dios.” Veo ese bello rostro, que se párece al de Samuel Beckett, olvido el  alcohol, que es sólo una de las técnicas de la universal escritura -esta mano que busca la de Dios-,  pienso en el escritor que acaba de deslizarse, él también, entre las sombras, y se aleja y se pierde en  este tumulto ennegrecido de lluvia o de bruma, pero que desensombreció, de cualquier modo, aquí y  allá y más allá, un poco de luz de sol amarillo. Beckett, me digo, escribió como este viejo partía, solo  en medio del mar. Se quedaba, como él, largos días y noches bajo estas nubes de aquí que se amontonan, forman castillos en el cielo, acantilados, dragones escupiendo fuego en los bordes, en las  fallas, y de pronto se deshacen, rayo súbito, “spell of light” hacia las tres de la tarde -y de entonces  hasta el rápido anochecer, el tiempo cesa, es como el oro en la frágil concavidad de la oleada. Beckett esta allí ahora, en ese bote acaso visible todavía allí donde la cresta del ma r se eriza en el sol que se  pone. Y lo que dicen sus libros, no lo escuchamos mas que a través del ruido constante de la ola, o  intermitente de la lluvia.

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